jueves, 8 de enero de 2009

Mas allá del trapecio dorado

Soy de esos hombres obsesionados con la omnipresencia de estar recorriendo las carreteras a todo lo alto de la sierra mirando bajo con altas de autoestima. De esos pocos marineros de tierra firme que se embarcan a las geometrías doradas del campo, de sus verdes crónicas demás empinadas y su viento reconfortado por la melodía a la par de una canción de Checkfield.

Es una sola vez al año en que se puede disfrutar de la majestuosidad de un camino abatido por los años, de tierras conquistadas, ensangrentadas, que ahora solo silba de aquí hasta allá por la brisa invernal que sopla por los campos de trigo y maizal.

Son tierras humildes que arrebatan miradas y uno parece estar completamente solo recorriendo una franja a través de las épocas.

Son tierras milenarias que van perdiendo su color y todo toma cierto matiz sepia, desarreglado y entumecido.

Conforme cruzas uno, dos, cinco o diez kilómetros, vas perdiendo velocidad y te das cuenta que has ganado la mitad de los años dorados sobre la cavidad de las piernas.

Algunos hombres brotan de la tierra y le van llenando de besos con los cascos del caballo.

¡Y el polvo brinca por cantidades alrededor de ti! Danza con ese ritmo mundano de lo que fueron épocas prosperas, difíciles y tranquilas. Te ves ahí, tomando una copa por la antigua cantina que se postra vieja en ese fantasmagorico pueblo enseguida, o miras buscando ese árbol donde alguna vez te recostaste bajo su sombra a fumar un cigarrillo mientras se consumía estando a unos segundos de quedar profundamente dormido.

Es solo en esos mundos donde a las nubes les gusta besar los campos con la sombra. Les gusta la intimidad de los visitantes dormidos que no les prestan atención, muchos de ellos obstinados del trabajo y la rutina que miran al frente, desperdiciando los 360° de colinas y algunas chozas de madera abandonadas o solamente habitadas por los fantasmas de un país en decadencia.

Y cuando se hace de noche y no se ve mas allá del trapecio dorado, la luna se acerca al camino y deja mirar algunas siluetas solitarias por el campo, algunos arboles que se funden y animales que se tumban sobre la tierra para amamantar ese suelo fértil con lo que viene y lo que va del cielo a él y viceversa.

La música se repite y el crepúsculo toca los cerros.

La carretera continua en linea recta, despiertas y se termina esa pieza de Checkfield que solo acompañaba a ratos, para comenzar de nuevo, y darte cuenta que la carretera ha tomado una curva inmediata, un retorno, un ciclo eterno de algunos minutos.

Es un viaje infinito que solo se puede apreciar una vez al año, porque cuando menos te lo esperas, ya ha llegado otra vez el día para embarcar.

Por J. P. Medina

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